En defensa de los ociosos, de R. L. Stevenson



En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad. Se suele admitir que la presencia de personas que se niegan a tomar parte en la gran carrera de obstáculos por un poco de calderilla no hace más que insultar y desalentar a quienes participan. Un individuo cabal (como tantos que vemos) toma su decisión, opta por la calderilla y, con esa enfática expresión tan americana, «va a por ella». Y, mientras este hombre va ascendiendo trabajosamente por la senda marcada, no es difícil comprender su resentimiento cuando ve que, junto al camino, hay personas cómodamente tendidas sobre la hierba del prado, con un pañuelo sobre las orejas y un vaso al alcance de la mano. La indiferencia de Diógenes tocó una fibra muy sensible de Alejandro. ¿Dónde estaba la gloria de haber conquistado Roma si cuando aquellos turbulentos bárbaros se precipitaron en el Senado encontraron allí a los Padres sentados en silencio e indiferentes a su hazaña? Es descorazonador haberse esforzado para escalar escarpadas cumbres y, al llegar arriba, encontrar que la humanidad permanece indiferente a tu proeza. De ahí que los físicos condenen a quienes se ocupan de lo que no entra en las leyes de la física, que los financieros no toleren más que superficialmente a los que no entienden de alzas y bajas de valores, que los literatos desprecien a los iletrados, y que los de todas las profesiones coincidan en su desprecio hacia quienes no desempeñan ninguna […].

Un poco sobre mí



Siempre he intentado vivir de acuerdo con mis principios.
Por eso, desde este año (siguiendo la estela de Pessoa, de Kafka, de Juan Rulfo o de Kavafis), comienzo una nueva vida como funcionario. 

La degradación mediante el trabajo, de Emil Cioran



Los seres humanos trabajan […] demasiado para poder continuar siendo ellos mismos. El trabajo es una maldición que el ser humano ha transformado en voluptuosidad. Trabajar con todas nuestras fuerzas únicamente por amor al trabajo, regocijarnos de un esfuerzo que no conduce más que a resultados sin valor, estimar que solo podemos realizarnos mediante una labor incesante, es algo escandaloso e incomprensible. El trabajo permanente y constante embrutece, trivializa y nos convierte en seres impersonales. El centro de interés del individuo se desplaza desde su ámbito subjetivo hacia una insulsa objetividad; el ser humano se desinteresa entonces por su propio destino, por su evolución interior, para apegarse a cualquier cosa […]. 
En el trabajo, el ser humano se olvida de sí mismo, lo cual, sin embargo, no produce en él una dulce ingenuidad, sino un estado próximo a la imbecilidad. El trabajo ha transformado al sujeto humano en objeto, y ha convertido al hombre en un animal que cometió el error de traicionar sus orígenes. En lugar de vivir para sí mismo […], el ser humano se ha convertido en un esclavo lamentable e impotente de la realidad exterior […]. 
La voluptuosidad negativa que encontramos en el culto al trabajo es más un signo de miseria y mediocridad, de mezquindad detestable, que de otra cosa. ¿Por qué los seres humanos no decidirían de repente abandonar su trabajo […]? Prefiero […] una pereza que lo comprende todo a una actividad frenética e intolerante. Para despertar al mundo hay que exaltar la pereza. Porque el perezoso tiene infinitamente más sentido metafísico que el agitado.

Al escritorio. Trilogía alpina I, de Werner Kofler



De dónde saca las fuerzas la gente, pienso a veces, de pie junto a la ventana [...], perplejo, pienso: ¿De dónde saca las fuerzas la gente para seguir viviendo, cómo consiguen ir al trabajo todas las mañanas, de dónde sacan esa seguridad para dar un paso detrás de otro, de dónde la seguridad en sí mismos para poner un pie después del otro? [...]. Para mí todo eso es ajeno e incomprensible…

Poema de Gilgamesh



–«¡(…) amigo mío […]!, 
¿Por qué te obstinas
en actuar así?
(…) cualquier cosa (…) es fatigosa
y, sin embargo, tú quieres hacerla». 

 […] ¡Todo lo que un hombre hace no es más que viento!