Los seres humanos trabajan […] demasiado para poder continuar siendo ellos mismos. El trabajo es una maldición que el ser humano ha transformado en voluptuosidad. Trabajar con todas nuestras fuerzas únicamente por amor al trabajo, regocijarnos de un esfuerzo que no conduce más que a resultados sin valor, estimar que solo podemos realizarnos mediante una labor incesante, es algo escandaloso e incomprensible. El trabajo permanente y constante embrutece, trivializa y nos convierte en seres impersonales. El centro de interés del individuo se desplaza desde su ámbito subjetivo hacia una insulsa objetividad; el ser humano se desinteresa entonces por su propio destino, por su evolución interior, para apegarse a cualquier cosa […].
En el trabajo, el ser humano se olvida de sí mismo, lo cual, sin embargo, no produce en él una dulce ingenuidad, sino un estado próximo a la imbecilidad. El trabajo ha transformado al sujeto humano en objeto, y ha convertido al hombre en un animal que cometió el error de traicionar sus orígenes. En lugar de vivir para sí mismo […], el ser humano se ha convertido en un esclavo lamentable e impotente de la realidad exterior […].
La voluptuosidad negativa que encontramos en el culto al trabajo es más un signo de miseria y mediocridad, de mezquindad detestable, que de otra cosa. ¿Por qué los seres humanos no decidirían de repente abandonar su trabajo […]? Prefiero […] una pereza que lo comprende todo a una actividad frenética e intolerante. Para despertar al mundo hay que exaltar la pereza. Porque el perezoso tiene infinitamente más sentido metafísico que el agitado.
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