En defensa de los ociosos, de R. L. Stevenson



En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad. Se suele admitir que la presencia de personas que se niegan a tomar parte en la gran carrera de obstáculos por un poco de calderilla no hace más que insultar y desalentar a quienes participan. Un individuo cabal (como tantos que vemos) toma su decisión, opta por la calderilla y, con esa enfática expresión tan americana, «va a por ella». Y, mientras este hombre va ascendiendo trabajosamente por la senda marcada, no es difícil comprender su resentimiento cuando ve que, junto al camino, hay personas cómodamente tendidas sobre la hierba del prado, con un pañuelo sobre las orejas y un vaso al alcance de la mano. La indiferencia de Diógenes tocó una fibra muy sensible de Alejandro. ¿Dónde estaba la gloria de haber conquistado Roma si cuando aquellos turbulentos bárbaros se precipitaron en el Senado encontraron allí a los Padres sentados en silencio e indiferentes a su hazaña? Es descorazonador haberse esforzado para escalar escarpadas cumbres y, al llegar arriba, encontrar que la humanidad permanece indiferente a tu proeza. De ahí que los físicos condenen a quienes se ocupan de lo que no entra en las leyes de la física, que los financieros no toleren más que superficialmente a los que no entienden de alzas y bajas de valores, que los literatos desprecien a los iletrados, y que los de todas las profesiones coincidan en su desprecio hacia quienes no desempeñan ninguna […].

Ciertamente, se pueden presentar muchos argumentos sensatos en favor de la diligencia, pero también se puede decir algo en contra, y eso es lo que quiero hacer en esta ocasión […].
No cabe duda de que las personas deben poder entregarse al ocio en la juventud. Pues aunque alguna vez haya un lord Macaulay que acabe sus estudios con todos los honores y en su sano juicio, la mayoría de los muchachos pagan un precio tan alto por sus medallas que salen al mundo en bancarrota y no se recuperan. Y lo mismo puede decirse de todo el tiempo que un muchacho pasa educándose, o soportando que le eduquen. Debió de ser un anciano insensato el que en Oxford se dirigió a Johnson en estos términos: «Joven, aplíquese ahora a los libros con diligencia y adquiera un buen caudal de conocimientos, porque cuando pasen los años su estudio le resultará fatigoso». Aquel caballero parecía no darse cuenta de que para cuando un hombre tiene que usar gafas y no puede caminar sin apoyarse en un bastón, aparte de leer hay muchas otras cosas que resultan fatigosas y no pocas imposibles. Los libros están muy bien a su manera, pero son un pálido sustituto de la vida […]. Y si un hombre lee demasiado, como nos recuerda una vieja anécdota, apenas le quedara tiempo para pensar.
Si vuelve la vista atrás y recuerda su propia educación, estoy seguro de que no serán las horas plenas, intensas e instructivas en que hizo novillos lo que lamente, sino, más bien, algunos ratos tediosos de duermevela en clase. Por mi parte, asistí a muchas horas de clase en mi tiempo. Aún recuerdo que el giro de la peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Aún recuerdo que la enfiteusis no es una enfermedad y que estilicidio no es un crimen. Pero aunque no me gustaría desprenderme de esas migajas de ciencia, no les doy el mismo valor que a ciertos retazos de conocimiento que adquirí en las calles mientras hacía novillos. No es este el momento de extenderme sobre ese gran lugar de educación que era la escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año produce muchos anónimos maestros en la Ciencia de las Facetas de la Vida. Baste con esto: si un muchacho no aprende en la calle es porque no tiene aptitudes para aprender. Además, el que falta a clase tampoco tiene que estar siempre callejeando; si lo prefiere, puede encaminarse hacia los barrios ajardinados de las afueras y salir al campo. Entonces puede echarse cerca de unos lilos, junto a un arroyo, y fumar pipa tras pipa mientras escucha la melodía del agua sobre los guijarros. En los arbustos cantará un pájaro. Y quizá ahí pueda entregarse a agradables pensamientos y vea las cosas desde una nueva perspectiva. Si esto no es educación, ¿qué es?
[...] A un hecho no se le llama hecho, sino habladuría, si no entra en alguna de las categorías escolásticas […]. Se supone que todo conocimiento está en el fondo de un pozo, o en el extremo de un telescopio […]. [Pero] una persona inteligente que tenga ojos para ver y oídos para escuchar, sin perder nunca la sonrisa, adquirirá una formación más auténtica que muchos otros en una vida de heroicas vigilias. Ciertamente, hay una clase de conocimiento frío y árido en las cimas de la ciencia formal y laboriosa, pero es simplemente mirando a tu alrededor como aprenderás los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras que otros abarrotan su memoria cargándola de palabras inservibles, la mitad de las cuales se les habrán olvidado antes de que acabe la semana, el que no asiste a clase puede aprender algún arte verdaderamente útil: tocar el violín, apreciar un buen cigarro puro o hablar con naturalidad y acierto a toda clase de personas. Muchos de los que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo sobre una rama u otra del conocimiento aceptado salen del estudio con un aire envejecido de búho y se muestran secos, torpes e irritables en las ocasiones mejores y más brillantes de su vida. Muchos amasan una gran fortuna, pero siguen siendo vulgares y de una estupidez patética hasta el fin de sus días. Y, entre tanto, ahí está el ocioso que comenzó la vida con ellos... convendrá conmigo que ofrece una imagen completamente distinta. Ha podido ocuparse de su salud y su espíritu; ha pasado mucho tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si bien nunca se ha adentrado en lugares muy recónditos del gran Libro, lo ha hojeado y leído de pasada con gran provecho. ¿No renunciaría el estudioso a algunas raíces hebreas y el hombre de negocios a algunas de sus monedas por algo del conocimiento de la vida en general y del Arte de la Vida que posee el ocioso? Además, el ocioso tiene otra característica aún más importante que estas. Me refiero a su sabiduría. Quien haya contemplado con frecuencia la pueril satisfacción que sienten otras personas por sus aficiones verá las propias con una indulgencia irónica. No se le escuchará entre los dogmáticos. Mostrará una gran y serena tolerancia con toda suerte de personas y opiniones. Puede que no descubra verdades extraordinarias, pero tampoco se identificara con apasionadas falsedades […]. Las sombras y las generaciones, los estridentes doctores y las estruendosas guerras, todos se pierden juntos en el silencio y el vacío definitivos; pero, por debajo de todo esto, desde las ventanas del Mirador, se puede ver un gran paisaje verde y apacible, muchos salones iluminados por el fuego de las chimeneas, buena gente riendo, bebiendo y amándose, como lo hacían antes del Diluvio y de la Revolución Francesa, y al viejo pastor contando su historia bajo el espino.
Una diligencia excesiva en el colegio o en la universidad, en la iglesia o en el mercado, es síntoma de una vitalidad deficiente, y la facultad para el ocio implica un apetito universal y un marcado sentido de la identidad personal. Hay un tipo de personas apagadas, muertas en vida, que apenas son conscientes de vivir, excepto en el ejercicio de alguna ocupación convencional. Si las llevas al campo, o las subes a un barco, veras que añoran su mesa de trabajo o su estudio. Carecen de curiosidad; son incapaces de entregarse a estímulos fortuitos; no obtienen placer alguno en el mero ejercicio de sus facultades, y a menos que la Necesidad las espolee, permanecen inmóviles. Es inútil hablar con gente así; no pueden estar ociosas, porque su naturaleza no es lo suficientemente generosa, y pasan en una especie de coma las horas que no están dedicadas a bregar frenéticamente para obtener oro. Cuando no es necesario que vayan a la oficina, cuando no tienen hambre ni les apetece beber, todo el mundo vivo está vacío para ellos. Si tienen que esperar un tren durante, por ejemplo, una hora, entran en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, cabría suponer que no hay nada que mirar ni nadie con quien hablar; que estaban paralíticos o enajenados; y, sin embargo, es muy posible que en su trabajo se esfuercen a su manera y que tengan buen ojo para detectar un error en un documento o un cambio en la bolsa. Han pasado por el colegio y la universidad, pero siempre tenían la vista fija en la medalla; se han movido por el mundo y mezclado con personas inteligentes, pero todo el tiempo estaban pensando en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera ya demasiado limitada, han estrechado y empequeñecido la suya aún más con una vida enteramente de trabajo y nada de juego; hasta que los encontramos a los cuarenta años con la atención embotada, la mente vacía de cualquier elemento de distracción, y ni un pensamiento que pulir contra otro, mientras esperan el tren. De niño, se podría haber encaramado a los vagones; a los veinte años, habría mirado a las chicas; pero ahora la pipa se ha consumido, la caja del rape está vacía, y mi caballero está sentado en un banco muy tieso y con ojos lastimeros. No me parece que esto sea el Éxito en la Vida.
Pero no es sólo la propia persona la que sufre por estar siempre ocupada, sino también su esposa y sus hijos, sus amigos y allegados, y hasta la gente que viaja con él en el tren o en un carruaje. La constante devoción a lo que un hombre llama su trabajo sólo se mantiene a costa de una indiferencia constante hacia muchas otras cosas. Y no es en absoluto seguro que el trabajo sea lo más importante que alguien tiene que hacer en la vida. Parece claro en una valoración imparcial que muchos de los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos en el Teatro de la Vida los representan intérpretes fortuitos y que el mundo en general los toma por fases de ociosidad. Pues en ese Teatro representan un papel y desempeñan funciones importantes para el resultado general no sólo los activos caballeros, las doncellas cantarinas y los diligentes violines de la orquesta, sino quienes miran y aplauden desde los bancos. Sin duda dependemos en gran medida de la atención de nuestro abogado y nuestro corredor de bolsa, de los guardias y guardavías que nos permiten trasladarnos rápidamente de un lugar a otro, y de los policías que patrullan las calles para nuestra protección, pero ¿no tendremos un pensamiento de gratitud en el corazón para otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos cruzamos con ellos o que nos amenizan la comida con su agradable compañía? […] Los placeres son más beneficiosos que los deberes porque, como la compasión, no son obligados y son por ello doblemente benditos. Para un beso hacen falta dos personas, y de una broma quizá puedan disfrutar veinte; pero un favor, cuando hay en él un elemento de sacrificio, se confiere con dolor y entre personas generosas se recibe con turbación. No hay deber que infravaloremos tanto como el de ser felices. Siendo felices, sembramos en el mundo beneficios anónimos que permanecen ignorados incluso por nosotros mismos y que, cuando se manifiestan, no sorprenden a nadie tanto como al propio benefactor […]. Es mejor encontrar a un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras. Esa persona irradia buena voluntad y cuando entra en una estancia es como si se hubiera encendido otra vela. No debe interesarnos si son capaces de demostrar el teorema de Pitágoras; hacen algo mejor: demuestran en la práctica el gran Teorema de la vida que merece ser vivida. Por lo tanto, si una persona no puede ser feliz mas que estando ociosa, debe estar ociosa […]. Observe por un momento a uno de esos individuos tan diligentes. Siembra prisa y cosecha indigestión; su inversión es una actividad desbordante y el interés que recibe a cambio es una gran desazón nerviosa. Bien se aísla completamente de todo contacto con los demás y vive recluido en una buhardilla, con unas toscas zapatillas y un pesado tintero, bien entra en contacto con la gente de forma apresurada y brusca, en una contracción de todo su sistema nervioso, para descargar su mal humor antes de volver al trabajo. No me interesa cuanto trabaja ni lo bien que lo haga, es una maldición en la vida de otras personas. Serían más felices si estuviera muerto […]. Envenena la vida en su fuente […].
Y, por Dios, ¿para qué tanto desvelo? ¿Por qué razón amargan sus vidas y las de los demás? Que un hombre publique tres o treinta artículos al año, que termine o no su gran pintura alegórica, son cosas de poco interés para el mundo. Las filas de la vida están repletas y, aunque caigan mil, siempre habrá otros que acudan a la brecha. Cuando dijeron a Juana de Arco que debía quedarse en casa dedicándose a tareas propias de mujeres, ella repuso que ya había muchas para hilar y lavar. ¡Y lo mismo ocurre, incluso con nuestras dotes más extraordinarias! Cuando la naturaleza es «tan descuidada con la vida individual», ¿por qué habríamos de halagarnos con la fantasía de que la nuestra es de excepcional importancia? Supongamos que Shakespeare hubiera recibido un golpe en la cabeza en una noche oscura […]: el mundo habría continuado mejor o peor, el cántaro habría seguido yendo a la fuente, la guadaña al grano y el estudiante a sus libros; y nadie se habría percatado de la pérdida […]. Esta reflexión nos debería curar de nuestras mayores vanidades terrenas […]. Podemos tomarlo como queramos, pero, ¡ay!, no son indispensables los servicios de nadie […]. Sin embargo, vemos a comerciantes que se afanan hasta labrarse una gran fortuna y luego acaban en el tribunal de quiebras; a escritores de poca monta que siguen pergeñando sus articulillos hasta que su humor es una cruz para todos los que se topan con ellos […]; y a buenos muchachos que trabajan hasta perder la salud y al final se los lleva un coche fúnebre adornado con plumas blancas. ¿No cabría pensar que el Maestro de Ceremonias les habría susurrado a todos ellos la promesa de un destino trascendental? ¿Y que esta indiferente bola sobre la que representan sus farsas sería el blanco y centro de todo el universo? Sin embargo, no es así. Los fines por los que entregan su preciosa juventud pueden ser quiméricos o perniciosos; la gloria y las riquezas que esperan pueden no llegar nunca o presentarse cuando les resultan indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes que la mente se hiela al pensarlo. 

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