La peste

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El viejo […], dueño de una mercería en su provincia, había creído que a los cincuenta años ya había trabajado bastante. Se había acostado, en vista de esto, y no había vuelto a levantarse […]. Una pequeña renta le había ayudado a llegar a los setenta y cinco años que llevaba alegremente.

[…] De creer a su mujer, había dado ya desde muy joven signos de su vocación. Nada le había interesado nunca, ni su trabajo, ni los amigos, ni el café, ni la música, ni las mujeres, ni los paseos […]: tenía la esperanza de morir muy viejo.

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