Los indiferentes

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Ya conocía el proceso: primero, una vaga incertidumbre, una sensación de desaliento, de vanidad, una necesidad de afanarse, de apasionarse por algo; luego, poco a poco, la garganta seca, la boca amarga, los ojos desmesuradamente abiertos, la insistente repetición, dentro de su cabeza vacía, de ciertas frases absurdas; en resumen, una furiosa desesperación privada de toda esperanza. Sentía un doloroso temor. Hubiera querido no pensar y, como otras personas, vivir al minuto, sin preocupaciones, en paz consigo mismo y con sus semejantes. «Ser un imbécil», suspiraba a veces. Pero cuando menos lo esperaba, una palabra, una imagen, un pensamiento lo sumía de nuevo en la eterna cuestión. Entonces su distracción se derrumbaba y tenía que pensar a la fuerza.
Aquel día, mientras andaba lentamente a lo largo de las concurridas aceras, le asombró, al mirar al suelo, ver los centenares de pies moviéndose. Le maravillaba lo inútil de su marcha. «Toda esta gente –pensó– sabe adónde va y lo que quiere. Tiene un fin, y por él se apresura, se atormenta, se entristece y se alegra, vive. Yo, en cambio, nada… Ninguna meta (…)…» No podía cambiar. Era así, perezoso, indiferente.
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